CRITICAS SOBRE LA OBRA
 

Ahora que la corrupción y la falta de escrúpulos, sin duda motores de explosión de la crisis económica que nos devora, dominan nuestro espacio social, es cuando se hace más necesario que nunca preguntarnos por el sentido de cuanto nos rodea. ¿Es la acumulación ingente de dinero, sea como sea, el fin único de nuestra existencia? Sabedores de que el dinero no da la felicidad, pero sin duda propicia su compra, los individuos “líquidos” (Zygmunt Bauman dixit) de nuestra contemporaneidad hemos perdido el recato en su búsqueda a toda costa. Narcotizados por la fiebre del oro, hemos ido perdiendo el sentido que con gran esfuerzo construyen los relatos, en tanto vías de experiencia sometidas a cierta tensión ética.

Ya casi nadie cree en ellos. Es decir, ya casi nadie cree en otra cosa que no sea cuantificable, medible, sometido al valor supremo de su conversión en mercancía. La subjetividad humana ha sido cosificada. Y mientras dura la inconsciencia todo va bien. El problema surge cuando el sujeto siente que en esa cadena de abstracciones a la que le reduce el mercado no se reconoce. Que su ser nada tiene que ver con la instrumentalidad de lo económicamente rentable. Es entonces, y sólo entonces, cuando emerge la verdad de un sujeto habitado por la interrogación más radical. Y, atravesado por ella, reclama espacios que puedan vertebrarla. Espacios que sacrifican la estricta rentabilidad material en aras de una experiencia subjetiva tan hondamente sentida como dadora, si las condiciones son propicias, de sentido.

Josep Albert Ibáñez (Xàtiva, 1973) apela en su obra a la creación de esos espacios. Lugares (así titula algunos de sus trabajos) en los que sentir la materia de que están hechas las cosas para, de esa forma, percibir la propia materia de que estamos hechos nosotros mismos. Materia sin duda abocada al deterioro, como efecto de la entropía que anida en lo real de la naturaleza. Materia, por tanto, sometida a la corrupción que impone el paso del tiempo. Pero Josep Albert, en lugar de limitarse a tomar nota de esa materia en descomposición, lo que hace es afrontar la corrupción inherente a la naturaleza para salvaguardar de ella su alma, su aliento poético. De manera que la inevitable corrupción material, se transforma en abono de vida.

Esa ligazón entre materia inerte y germen creativo se halla en el conjunto de la obra de Josep Albert, para quien la naturaleza es como una prolongación de sí mismo. Por eso busca en sus dibujos y esculturas sincronizarse con ella, sentir su latido. La utilización de cortezas de pino, médulas de caña, esparto, algodón o poda de jinjolero es su combustible natural: la savia que corre por sus propias venas. “Busco aquellos materiales que me aportan bienestar”. Frente a las prisas, la imagen virtual y la evanescencia, Josep Albert privilegia la pausa, el tacto y la constancia de una naturaleza en perpetua renovación.

La faz destructora de esa naturaleza, protagonista de muchas de las películas de catástrofes que llenan los cines, se decanta en Josep Albert hacia el placer que le proporciona esa otra cara de la naturaleza más cálida. “Disfruto de la naturaleza; no tengo sensación de que me abruma”. De ahí que sienta la misma atracción por ramas retorcidas y podas de garguller, que por blancos algodones y mármoles de Carrara. En su obra caben ásperos materiales, pero nunca una visión desencantada, desabrida, de los mismos. “Me fascinan los árboles, la belleza que muestra la naturaleza”.

No hay material corrompido en las manos de Josep Albert, sino material ennoblecido por la tensión del acto creativo. Enamorado del Renacimiento y del Leonardo que hurgaba en los claroscuros de la naturaleza para iluminar sus secretos, Albert realiza geometrías y retículas, ya sea con madera enrevesada de poda o a base de nogalina sobre papel, de igual forma que construye lugares con yeso o corteza de pino, y dibuja ríos cercanos como el Serpis o lejanos como el Zambeze o el Amazonas. La racionalidad puesta al servicio de la emoción estética y la experiencia vital.

Es por ello lógico que a Josep Albert le atraigan árboles como la Lloca de Canals, y la gran hoguera de sus fiestas patronales. “Los ritos del fuego; la muerte y la renovación”. Es lógico. El centenario árbol cumple su función material de dar benigna sombra en tiempos de canícula, pero también la función simbólica de ser un “templo de la palabra” para los vecinos que allí se reúnen. La obra de Josep Albert se guía por idéntica comunión entre lo material y lo poético. O por decirlo de otra manera: a partir de lo material, de lo instrumental, se yergue la sombra indescifrable del misterio que nos constituye. Eso es lo que no para de hacer Josep Albert: transformar lo perecedero de la naturaleza en inagotable fuente de inspiración creativa. Frente a la corrupción que amenaza con destruirlo todo, el acto singular del artista convertido en humilde demiurgo. Sincronizarse con los “ritmos naturales de la vida”, frente a la impositiva muerte: he ahí el empeño, sin duda heroico, de Josep Albert. Sincronicemos, pues, nuestros relojes al diálogo con la naturaleza que el artista nos propone.









Salva Torres

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