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Es tarde, el tiempo pasa veloz y la naturaleza sigue ahí, imperturbable, inasible en su fluir, en sus ciclos. De este pasar sólo quedan vestigios, hábitats que fueron, que son y que desaparecerán. En nuestros humanos afanes cotidianos, pasamos al lado de esos rastros ensimismados, casi ausentes, sólo la ingenua e inocente mirada del niño, con su desapego, nos devuelve a compartir la estela de la hoja que cae, la elasticidad, el esquema de vuelo de la golondrina o el regazo marsupial, la calidez protectora de la madre, del hogar.
Manos diestras, mentes sagaces, en ocasiones, soslayan virtuosismos y en una pirueta imposible cobran impulso para viajar y recobrar el alma pueril que mira, que vibra, que juega. |
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Esos seres que son capaces de sentir la fuerza liberadora de lo sutil, que anda por doquier, plasmándola en lo sencillo; invierten la grandiosidad abrumadora de la estructura universal haciéndola línea esquemática, etérea y evanescente. Están abocados a enlazar las ciencias, matemáticas y música, geometría y biología; son los que H. Hesse en “El Juego de los Abalorios” llamará “Magíster ludi” (maestros del juego). Los llamados a incitar al ser humano para que desde su atalaya del dominio técnico-científico sea capaz de recobrar su esencia de ser, que es, fue y será, inmerso en la naturaleza.
Chema Ferrera |
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